Cuando te vas, viola mi sigilo
y me muerde los labios
como si fueras tú desde algún verso
de malévola ausencia,
silenciándome.
Le niego la mirada
el olfato
el oído
pero siento su hálito viscoso por mi nuca
como un garfio caliente
a pesar del helor que flota en cada noche
lejos de tu abstracción.
Ya sé que hay un enjambre dentro de tu camisa
que te hace insoportable la estancia en dique seco,
y que todos los verdes se vencen a tu paso
porque, al menos ahora, no oficias de suicida
pero no es suficiente.
Nada es suficiente para que no me mire
con ojos esquizoides
y asole mi intuición con su intemperie
de honda dentellada
cada vez que te vas a seducir
a esa zorrita trágica
que me sonríe levemente cínica
porque sabe de sobra, que al final será ella
la última en gozarte.
Más allá del poema, existe el miedo
ese acechante miedo de fauces entreabiertas
torvamente incisivo
que disimulo bien
aunque me fragilice el pensamiento
de reina sin corona
en el circo letrálico que pisamos descalzos.
Ve tranquilo y regresa
con la boca selvática y la insolencia intacta.
Recuerda que
sin ti
la sangre que derramo se azulea
y a mí
como a la Báthory transilvana
me inspira más el rojo
desde que tú te escribes.
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